
Voy a manosear una frase de Borges: Como el descubrimiento del mar, como el descubrimiento de Dostoievski, el descubrimiento del amor marca una fecha memorable de nuestra vida. Tal fecha suele corresponder a la niñez o a la adolescencia.
El primer amor: puro, ingenuo, inocente, insospechado, pletórico e insensato, es el que se rememora con mayor nostalgia y anhelo. Y es que este prístino amor nace de la inconsciencia, sin velos o ataduras que lo resquebrajen; es amor sin sesgos, sin pasado, sin futuro, amor presente e irracional. Explosión, tormenta indómita, firmamento detonado por fuegos de artificio.
Moonrise Kingdom se encarga de aseverar y recordarnos esa, en la mayoría de los casos efímera, etapa de la vida. Wes Anderson generó una conmovedora y muy cálida apología del primigenio amor.
Sam, un boyscout del campamento Ivanhoe, escapa de su tienda de campaña para encontrarse con Suzy, una aparentemente desequilibrada niña que vive con sus padres y sus tres hermanos en el lado opuesto de la isla y del campamento de Sam. Un hallazgo fugaz que corresponde a un breve intercambio de palabras en el entreacto de la obra el Diluvio de Noé, prolifera en una incesante correspondencia entre los nuevos enamorados. Correspondencia que, a los lectores de El amor en los tiempos del cólera del rebelde gramatical García Márquez, nos suscita cierta nostalgia. Y en un alarde de romanticismo, ambos pre-adolescentes urden su reencuentro en un dorado escampado revestido de espigas.
Pero como en toda historia de amor hay una desventaja o un óbice, la incomprensión y la perversión de los adultos vedan un amor sumido en la inocencia. Porque el hombre curtido y corrompido por la vida no tolera que un par de incipientes adolescentes bailen en ropa interior una canción francesa o duerman abrazados bajo el cobijo de sus delicados e inexpertos cuerpos. El viejo olvida que alguna vez fue joven y prejuzga hipócritamente un acto que ya no recuerda o no quiere recordar.
No hay diluvio o tormenta que trastoque un sentimiento por demás arraigado al alma, enraizado a la entretejida nervadura del corazón. Acaso como una elaborada metáfora se desata una destructiva tormenta, una tempestad que pretende separar a Sam y a Suzy, un relámpago inefectivo, un amor inalienable.
Anderson y Coppola escribieron una comedia inteligente, encendieron una luminosa vela en una época en la que el film noir preside el cine. La espectacular fotografía de cálidos matices y la banda sonora compuesta por el magnífico Alexandre Desplat, nos sumergen en la serie de conflictos que la joven pareja debe sortear para llegar al borde, para erigir su tan ansiado reino bajo la luna.
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