You talkin' to me?

sábado, 23 de febrero de 2013

The Master (2012)


Para el nihilista (iba a decir escéptico, pero el escepticismo, para Alfonso Reyes, es una doctrina que fomenta la busca de las ideas en un área de radio infinito) la religión es la más grande tomadura de pelo de la historia de la humanidad. Aseveración irresponsable y hasta irrisoria si nos remitimos al mahometismo o al budismo, religiones que, dicho sea de paso, ostentan entre sus preceptos sagrados la sinceridad y la nobleza. Digo irresponsable porque el facto de generalizar es harto irresponsable. Empero, la culpa de esta frívola generalización es imputable a las religiones o a los sistemas filosóficos que a grandes luces no son más que un producto del fanatismo desaforado y la codependencia social. Ejemplo básico de ésto es la mal llamada cienciología; instaurada por Ron Hubbard a mediatos del siglo XX y que, para el fin de esta nota, es el tema fundamental de The Master de Paul Thomas Anderson. 

Freddie Quell (Phoenix) es un veterano alcohólico de la Segunda Guerra Mundial; sufre de un trastorno mental y está obsesionado con el sexo. Tras un paso traumático por el campo de batalla e inmerso en una sociedad de la posguerra a la que ya no pertenece, conoce, después de escabullirse en una embarcación, al líder de un culto religioso científico, Lancaster Dodd (Seymour Hoffman), quien lo acoge -entreviendo en su deplorable condición a una de sus mejores ratas de laboratorio- como se acoge a un vagabundo. El maestro lo adopta y le aplica sus pseudotécnicas terapéuticas, que incluso -asegura Dodd- curan ciertos tipos de leucemia. El fin de Lancaster Dodd es curar a Quell de su demencia bestial, de su exaltado instinto animal y, ya de pasada, de su alcoholismo. Bajo los preceptos de un burdo dogmatismo, Dodd y Quell recorren la Costa Este predicando sus enseñanzas arbitrarias. A lo largo de las más de dos horas de metraje se narran, de un modo magistral, las vicisitudes del maestro y su ingobernable discípulo. 

La que para muchos es la mejor película del 2012, es un extraordinario y magistralmente ejecutado alarde de lirismo visual; la secuencia inicial -que funciona más bien como proemio- sobre el término de la guerra, es uno de los íncipits más atrayentes y seductores del cine de los últimos años: la playa unánime en la que se modela en arena el cuerpo de una mujer y el reguero de espuma que va dejando a su paso la embarcación de Quell. Escenas perfectas que no se hubieran podido llevar a buen término sin la apabullante fotografía de Mihai Malamaire y el ingenio visual de Anderson. 
       Pocas veces se puede apreciar un film con una densidad argumental como la de The Master, y aun menos de una dupla histriónica como la que conforman Joaquin Phoenix y Philip Seymour Hoffman. Phoenix en la mejor faceta de su carrera. 
       La música, a cargo de Johny Greenwood, funge como abrevadero espiritual de la historia. Precisa y pertinente, alimenta los rumbos de Quell y Dodd y los reviste con atavíos de tensión y amenaza. The Master es una película que, aspecto por aspecto y rubro por rubro, frisa la perfección.

Crítica a la cienciología o no, The Master es un trabajo que intenta desentrañar el carácter charlatán de muchas religiones que se fundamentan en la ignorancia y la estupidez, retratando de manera fidedigna al líder soberbio, Lancaster Dodd, y al fanático idiota, Peggy Dodd (Adams), así como al paciente que pese haber sido sometido a "milagrosos" tratamientos no consigue mejoría, Freddie Quell (al menos no a un nivel psíquico). Es la narración del desarrollo de un dogma falaz y sin sentido. 

Difícil pero delectable, The Master es una película no apta para cualquiera que posee en sus diálogos y en sus personajes el esmero creativo de uno de los más grandes e imprescindibles directores del cine contemporáneo: Paul Thomas Anderson. 

Contemplar la magnífica actuación de Joaquin Phoenix bien vale el precio de la entrada.   
            

martes, 19 de febrero de 2013

Silver Linings Playbook (2012)


After a while I went out and left the hospital and walked back to the hotel in the rain, escribe Hemingway en el último capítulo de A farewell to arms, cuando Henry, atribulado, abandona el hospital en el que ni su hijo ni su esposa han logrado sobrevivir al parto. En Silver Linings Playbook, Pat (Cooper) se queja con sus padres sobre el argumento de la mencionada novela de Hemingway, arguyendo que la vida ya es bastante difícil como para que alguien nos lo recuerde en un libro. (Arroja la novela por la ventana y cae en el jardín.)   

Pat, tras ocho meses recluído en un sanatorio mental, regresa a casa con sus padres. Su esposa lo ha dejado y ha levantado una orden de restricción  en su contra. Pat es bipolar, su padre, Pat Sr. (De Niro), es adicto al football y a las apuestas. 
       Pat empleará cualquier estratagema para comunicarse con su esposa y reconciliarse con ella. Entonces conoce a Tiffany (Lawrence), quien, de un modo extraño, brinda a Pat su ayuda. Lo demás es mero excipiente.

Por qué Silver Linings Playbook ostenta ocho nominaciones a los Oscar o por qué ha sido tan bien aceptada por la crítica son cuestionamientos que sólo el dios del cine podría responder. La película posee una manufactura sencilla, un guión fácil (adaptado de una novela; sepa Cristo si la novela será igual de mala), actuaciones que apenas cumplen con los personajes (Lawrence, eso sí, impecable), y un argumento que busca en la enfermedad o en las cuitas de sus protagonistas un trasfondo inexistente, nulo. Además de incurrir en el burdo sentimentalismo y en un desenlace por demás predecible. No entiendo o no quiero entender el afán de preconizar a David O. Russell.
      La secuencia del baile es una de las secuencias más ridículas y bochornosas que he visto en mucho tiempo. Está claro que los personajes de Cooper y Lawrence desconocen casi del todo la danza, pero ese baile es irrisorio. Todo lo que se pueda decir a partir de  aquí es baladí.

Lacónica mi nota como el fondo de la cinta, concluyo con este pensamiento: Silver Linings Playbook es una película que se agradece cuando, en un domingo de flojera y de sopor, no hay nada en la tele.  



domingo, 17 de febrero de 2013

Beasts of the Southern Wild (2012)


Cuando alguien me dijo que Bestias del sur salvaje pertenecía al género del realismo mágico pensé, inevitablemente, en Gabriel García Márquez (elementos mágicos o sobrenaturales interpolados en la realidad como si estos siempre hubieran sido parte de ella), pero más bien me recuerda, de un modo vago, a Faulkner (el sur, el Mississippi, las marismas proverbiales, el monólogo interior [que en la cinta viene siendo la voz en off], etc.).
      Lo anterior es una vieja manía de asociar imágenes literarias a trabajos cinematográficos. Sin embargo, sería injusto aseverar que la escritora del libro en el que se fundamenta la película nunca leyó a García Márquez o a Faulkner; tal vez lo hizo y tal vez están presentes, no sé. En suma, yo colocaría el film bajo el género del realismo alegórico o del realismo onírico (si es tolerable el oxímoron). 
     Me quedo con el primero.

Hushpuppy, una pequeña niña de color, pervive, junto a su padre, en una recóndita localidad pantanosa; lleva una vida rudimentaria y su madre (por una razón que desconocemos; ¿está muerta? ¿es la mujer que conoce en la mancebía?) no vive con ella. Su padre es un hombre tosco, necio, alcohólico, rústico y está enfermo de una misteriosa enfermedad. Es un hombre que descree de la debilidad y el sentimentalismo, valores, a saber, que le inculca en cada momento a Hushpuppy para que, cuando éste muera, pueda ser autosuficiente y cuidarse sola. Una devastadora tormenta asola y anega la localidad de Hushpuppy y se ven forzados, junto a algunos residentes que deciden permanecer a pesar del huracán, a buscar comida entre los escombros y el agua oscura, negándose, por una vieja creencia sureña, a abandonar su hogar e ir a un refugio en la ciudad.
    Las enormes bestias (asemejadas a gigantes jabalíes) surgidas del deshielo, fungen como alegoría del pensamiento de Hushpuppy. 

Benh Zeitlin, director de ésta multipremiada ópera prima, opta, con mucha fortuna, por la cámara al hombro y el lirismo visual. Siendo algo difícil al comienzo por los bruscos movimientos de la cámara que sigue los pasos de Hushpuppy, la película te va sumergiendo en el vaivén de un mundo urdido por la mente de la niña. Las imágenes brutales no dejan de poseer su encanto, como la poesía de Baudelaire. Y la voz en off de Hushpuppy desentraña el carácter filosófico de su pensamiento, una filosofía, a decir verdad, rudimentaria, agreste, pero no por eso inferior. Quizás hasta plagada de rasgos Nietzscheanos.   
    Quvenzhané Wallis (Hushpuppy) es un agradable descubrimiento; maneja a la perfección el personaje y los ritmos de la trama. El fotógrafo Ben Richardson, merecedor de la Cámara de Oro en Cannes, recrea con facsimilitud el mundo fantástico de la historia. La banda sonora, a cargo de Dan Romer y el mismo Zeitlin, es uno de los estilóbatos primordiales del film. La película es, presumiblemente, uno de los más grandes logros que el cine independiente ha dado a la cinematografía mundial. 

Mejor película en Sundance, mejor ópera prima en Cannes y multinominada al Oscar, Beasts of the southern wild termina siendo una gran cinta sentimental que no incurre en sentimentalismos. Es la prueba fidedigna de que en el cine independiente también hay maestría.