Para el nihilista (iba a decir escéptico, pero el escepticismo, para Alfonso Reyes, es una doctrina que fomenta la busca de las ideas en un área de radio infinito) la religión es la más grande tomadura de pelo de la historia de la humanidad. Aseveración irresponsable y hasta irrisoria si nos remitimos al mahometismo o al budismo, religiones que, dicho sea de paso, ostentan entre sus preceptos sagrados la sinceridad y la nobleza. Digo irresponsable porque el facto de generalizar es harto irresponsable. Empero, la culpa de esta frívola generalización es imputable a las religiones o a los sistemas filosóficos que a grandes luces no son más que un producto del fanatismo desaforado y la codependencia social. Ejemplo básico de ésto es la mal llamada cienciología; instaurada por Ron Hubbard a mediatos del siglo XX y que, para el fin de esta nota, es el tema fundamental de The Master de Paul Thomas Anderson.
Freddie Quell (Phoenix) es un veterano alcohólico de la Segunda Guerra Mundial; sufre de un trastorno mental y está obsesionado con el sexo. Tras un paso traumático por el campo de batalla e inmerso en una sociedad de la posguerra a la que ya no pertenece, conoce, después de escabullirse en una embarcación, al líder de un culto religioso científico, Lancaster Dodd (Seymour Hoffman), quien lo acoge -entreviendo en su deplorable condición a una de sus mejores ratas de laboratorio- como se acoge a un vagabundo. El maestro lo adopta y le aplica sus pseudotécnicas terapéuticas, que incluso -asegura Dodd- curan ciertos tipos de leucemia. El fin de Lancaster Dodd es curar a Quell de su demencia bestial, de su exaltado instinto animal y, ya de pasada, de su alcoholismo. Bajo los preceptos de un burdo dogmatismo, Dodd y Quell recorren la Costa Este predicando sus enseñanzas arbitrarias. A lo largo de las más de dos horas de metraje se narran, de un modo magistral, las vicisitudes del maestro y su ingobernable discípulo.
La que para muchos es la mejor película del 2012, es un extraordinario y magistralmente ejecutado alarde de lirismo visual; la secuencia inicial -que funciona más bien como proemio- sobre el término de la guerra, es uno de los íncipits más atrayentes y seductores del cine de los últimos años: la playa unánime en la que se modela en arena el cuerpo de una mujer y el reguero de espuma que va dejando a su paso la embarcación de Quell. Escenas perfectas que no se hubieran podido llevar a buen término sin la apabullante fotografía de Mihai Malamaire y el ingenio visual de Anderson.
Pocas veces se puede apreciar un film con una densidad argumental como la de The Master, y aun menos de una dupla histriónica como la que conforman Joaquin Phoenix y Philip Seymour Hoffman. Phoenix en la mejor faceta de su carrera.
La música, a cargo de Johny Greenwood, funge como abrevadero espiritual de la historia. Precisa y pertinente, alimenta los rumbos de Quell y Dodd y los reviste con atavíos de tensión y amenaza. The Master es una película que, aspecto por aspecto y rubro por rubro, frisa la perfección.
Crítica a la cienciología o no, The Master es un trabajo que intenta desentrañar el carácter charlatán de muchas religiones que se fundamentan en la ignorancia y la estupidez, retratando de manera fidedigna al líder soberbio, Lancaster Dodd, y al fanático idiota, Peggy Dodd (Adams), así como al paciente que pese haber sido sometido a "milagrosos" tratamientos no consigue mejoría, Freddie Quell (al menos no a un nivel psíquico). Es la narración del desarrollo de un dogma falaz y sin sentido.
Difícil pero delectable, The Master es una película no apta para cualquiera que posee en sus diálogos y en sus personajes el esmero creativo de uno de los más grandes e imprescindibles directores del cine contemporáneo: Paul Thomas Anderson.
Contemplar la magnífica actuación de Joaquin Phoenix bien vale el precio de la entrada.