La rojiza y halógena silueta de Satanás
cruza el comedor y entra al cuarto.
Parece que gran parte de los críticos de cine se han quedado enfrascados en la falaz y anacrónica idea de que todo film debe estar definido y, por lo tanto, poseer un significado concreto. ¿Acaso no aprendimos nada de Buñuel, de Cocteau o de Lynch? ¿Acaso no le toca nada al espectador?
Carlos Reygadas no sólo nos enseña a imaginar y a contemplar (la naturaleza, la luz, la oscuridad), nos enseña, de algún modo, a soñar. Y es que Post Tenebras Lux, su más reciente largometraje, posee ese dejo de sueño y azoro, que hace rato no se veía en el cine.
Esta abrumadora cinta, que además le valió el reconocimiento a mejor director en último festival de Cannes, es, sin embargo, el honesto retrato de una sociedad, ya de por sí en decadencia, que aguarda ese tiro de gracia que ponga fin a una avasalladora existencia.
Planos angustiosos, nula linealidad, porvenires ilusorios y sutiles y abrumadores elementos surrealistas, son el estilóbato en el que se sostienen las bizarras e informes columnatas de la historia. Las escenas, deliberadamente deshilvanadas, hacen de la historia un rompecabezas de tiempo y de sueño. ¿Qué es real y qué es onírico? Acaso la filosofía occidental del siglo XIX no hace distinción entre lo uno y lo otro. Reygadas lo sabe e improvisa, con esto, un asidero. Un asidero que se tambalea, claro, pero que, no obstante, brinda y sublima esta extrañeza que nos atrapa, este sentimiento de rareza que nos llevamos a casa.
[Una niña pequeña (de dos años, quizás) se encuentra caminando sobre un campo enlodado y surcado por charcos. Va tras unos perros que a su vez persiguen a varias vacas y caballos. El verdor del pasto contrasta espléndidamente con el azul del cielo. Súbitamente empieza a anochecer, el véspero se cierne. Sobreviene la temible oscuridad. La niña está sola en medio del íngrimo escampado, perdida en la densa y profunda oscuridad. El cielo relampaguea y los furiosos relámpagos nos dejan entrever la breve silueta de la pequeña niña absorbida por las sombras.]
Este es el incipit de la cinta, una angustiante y magistral escena, la calma trastocada por la tempestad y un inerme ser padeciendo el cambio.
Reygadas ha difuminado los bordes de las tomas para asemejarlas al sueño. El espectador está soñando la cinta y, como en los sueños, nada parece tener sentido: un baño de vapor europeo, un juego de rugby, una reunión familiar, una sesión de doble "A". No hay un hilo conductor que nos guíe. El espectador debe intentar, con riesgo a fracasar, unir las piezas.
Y la naturaleza, como otro personaje, ejerce maravillosamente su papel: la lluvia como fondo de la nocturna vida conyugal, la escabrosa noche como consecuencia de un diáfano día, el lúcido breñal tras el trueno en la tempestad. La sensibilidad del autor es evidenciada en cada toma, en cada plano, y la sinceridad de las escenas es simplemente memorable. Ser honesto en la globalizada industria del cine es arriesgado, pero a Reygadas le gustan los riesgos.
Experimental, arriesgado y visceral son algunos epítetos que bien podrían definir el trabajo de Carlos Reygadas. Pero la verdad es que su trabajo no es encasillable. Es un género personal, un género que se busca adentro, en eso que muchas veces llamamos alma.
Y al final, cuando la maldad y la culpa lo rebasan, El siete, con el negro bosque a sus espaldas, hace lo que muchos hemos ensayado pero no hemos logrado: se arranca la cabeza con las manos. La luz deviene en oscuridad y las vacas abrevan de la tierna hierba teñida de sangre.