Sólo cuando un director ha entendido todos los secretos y todas las
posibilidades de la cinematografía, se conciben películas como Like Someone In Love. Abbas Kiarostami -demiurgo excepcional- es un autor privilegiado; ha articulado, para bien, el
vedado nombre del dios del Cine.
A manera de asociación libre, esbozaré, no sin algún estrago o cambio
involuntario, el argumento de Memoria de
mis putas tristes del colombiano García Márquez: el año de sus noventa
años, un viejo periodista, apodado por Rosa Cabarcas -dueña de un lupanar clandestino- el “sabio triste”, decide darse una noche de “amor loco” con una
virgen jovenzuela. Rosa pone a su disposición a la muchacha que, agotada por su
trabajo en una fábrica, cae dormida la noche en que se supone el sabio
triste la fornicaría. Tras frecuentar el lupanar algunas noches más y advertir
el reniego onírico de la muchacha, el sabio desarrolla una especie de amor
¿paternal? /¿carnal? /¿ambos? por la
jovencita. El amor nos llega a cualquier edad (incluso a los noventa años) es
más o menos la premisa de García Márquez.
El argumento de García
Márquez se aproxima, de algún modo, al de Abbas Kiarostami. Cambia el país
(Japón), cambian las circunstancias (Akiko, la protagonista de Like Someone In Love, trabaja en una
“casa de servicio” para poder pagar sus estudios de sociología), cambia la
profesión del anciano pero no el trasfondo de ella (el sabio triste es
periodista, Takashi es escritor y traductor), cambian los medios (uno es
literario, el otro cinematográfico), no difiere la esencia (un viejo y una
joven y un amor anómalo entre ambos).
Pero lo que verdaderamente hace de la película una sinuosa obra maestra,
es su confección. Planos dilatados, secuencias cadenciosas y una obsesiva
enmarcación de los automóviles, se entreveran a lo largo del film para dar
forma al perfecto amasijo de que se compone Like
Someone In Love.
Una cinta, una gran cinta,
se hace de detalles. Like Someone In Love
abunda en estos; imperceptibles para el observador común, pero una fruición para el
voyeurista cinematográfico. Uno de ellos -el primero y el más subversivo
quizás- es el del plano inicial: el encuadre muestra una escena común: un
restaurante-bar lleno; las personas hablan, ríen y beben a la vez
que una voz en off (la de Akiko)
preside su fandango; ella sostiene, por teléfono, una discusión con su novio;
esta inteligente conversación desentraña el carácter inseguro y posesivo del novio de
Akiko, que, para efectos ulteriores, será el detonante de la trama. Un segundo
detalle es un lugar común del cine de Kiarostami: los automóviles. Buena parte
del metraje discurre en el interior de un auto; basta echarle un vistazo a la
prolija conversación sostenida entre Takashi y el novio de Akiko, o a la que
para mí es la escena mejor lograda del film: en la que Akiko, antes de ir al
encuentro de Takashi, observa, sentada en el asiento trasero del taxi, a su
abuela, maletas a los costados, esperando por ella en una estación de autobuses
antes de partir a su ciudad. Akiko pide al chofer que rodeé la estación varias
veces únicamente para contemplar a su abuela, parada bajo la figura de una
estatua, aguardando con abnegación su arribo. Akiko nunca baja del taxi para
saludar a su abuela, aun cuando no la ha visto desde hace mucho tiempo. Esta es
una secuencia que propala la absoluta maestría de Kiarostami.
Difícilmente habrá otro director que entienda el cine como lo hace
Kiarostami. Juega sutilmente con las psicologías de sus personajes y los lleva
a instancias inusitadas. Su peculiar utilización de los ritmos sublima la
narración y la atavía de una poesía visual poco convencional; construida a
partir de espacios urbanos.
Abbas Kiarostami es uno de
los grandes genios vivos de la cinematografía mundial. Autor imprescindible.
Jamás, en la aún breve cifra de mis años, había tenido la oportunidad de ver un final tan procaz y
experimental como el de Like
Someone In Love.