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lunes, 22 de abril de 2013

Kon-Tiki (2012)


Jack London y Ernest Hemingway han prodigado admirables relatos cuyas tramas se abocan en un noble y universal tema: la incansable lucha del hombre contra la naturaleza.
     En The Old Man and the Sea de Hemingway, un viejo y ajado cubano decide tomar su bote de pesca y quebrantar una mala racha de ochenta y cuatro días. El viejo boga solitario hasta que el hilo de su caña se tensa bruscamente: un monumental marlín azul ha picado. La voluntad y el anhelo que fomentan a Ulises para volver a casa no son menos sublimes que los que promueven al viejo Santiago para someter y pescar al gigantesco marlín. Como aquella Odisea que escandió el griego, ésta es una apología de la inexpugnable voluntad del hombre. Hemingway escribe: El hombre no está hecho para la derrota. Un hombre puede ser destruido, mas no derrotado.  

Por otro lado, el mar es impredecible. El mar ofuscó a Ulises, del mar emergió el toro que sedujo a Pasífae, el mar engendró a Afrodita, Ícaro pereció en el mar, el mar condujo a fieros bajeles vikingos a la barbarie, el mar fue el sendero de la ballena blanca que destruyó a Ahab, el antiguo marinero infamó y asesino al albatros con el mar como testigo, Jesús posó sus pasos sobre el mar, el mar veló el sueño de cierto pirata romántico, el inconmensurable mar alberga al enemigo de las almas: el Leviatán. Thor Heyerdahl sostuvo que nativos sudamericanos cruzaron el mar en balsas rudimentarias para poblar la Polinesia.

En Kon-Tiki, un editor americano refuta los trabajos de Thor; le dice que mientras no se demuestre aquella empresa imposible sus trabajos y sus investigaciones carecen de todo sustento. A veces la voluntad precisa un aliciente; Thor lo encuentra en las palabras del editor. Este es el poético principio de la expedición que lleva el nombre del dios inca del sol: Kon-Tiki, y del film que volcó, el año pasado, nuestra atención hacia Noruega.
    
Un ingeniero venderefrigeradores, un etnógrafo, un veterano de guerra y un experto en radiofonía, figuran entre los tripulantes de la inerme balsa que ha de llevar a Thor del Perú a la Polinesia. A lo largo de cien días surcarán el infatigable mar, sortearán a hambrientos tiburones y a curiosos leviatanes, contemplarán infinitas estrellas y luminiscentes invertebrados,  combatirán el hastío con libros y, en sus ratos libres, filmarán su arriesgada aventura.
     Los directores Joachim Rønning y Espen Sandberg han maquinado un film inteligente. Optaron por la estética de la cinematografía de Hollywood para acercar al público norteamericano; esto de ningún modo mitiga la calidad o la profundidad del film. Un aspecto fundamental de la película es el casi prodigioso manejo de la tensión. También la maravillosa interpretación de los actores.
      Es un film que mantiene, según la expresión popular, al filo de la butaca.

El mar es inescrutable y mágico. Kon-Tiki apenas nos aproxima a las vicisitudes que pudo haber experimentado la tripulación al promediar el siglo XX. El documental existe: ganó el Oscar en 1951. Este film es una sublimación y es una extensión del documental, que no adolece de situaciones imaginarias y de rasgos ficticios. (Que bien pudieron haber sucedido.)

El maltrecho Santiago regresa a la costa con el bote maltratado: la osamenta del marlín aún sigue atada a la borda. Los tiburones han devorado casi toda su carne. Santiago entra en su choza y se tiende en el catre con los brazos en cruz. Perdió contra los tiburones la preciada carne del pez, pero derrocó su mala racha: ha logrado pescar algo. Thor pisa tierra firme: todas sus especulaciones han quedado demostradas, sin embargo, ha perdido a su esposa y acaso también a sus hijos.

Toda victoria implica, de algún modo, una derrota.  


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