Jack London y Ernest Hemingway han prodigado admirables
relatos cuyas tramas se abocan en un noble y universal tema: la incansable
lucha del hombre contra la naturaleza.
En
The Old Man and the Sea de Hemingway,
un viejo y ajado cubano decide tomar su bote de pesca y quebrantar una mala
racha de ochenta y cuatro días. El viejo boga solitario hasta que el hilo de su
caña se tensa bruscamente: un monumental marlín azul ha picado. La voluntad y
el anhelo que fomentan a Ulises para volver a casa no son menos sublimes que
los que promueven al viejo Santiago para someter y pescar al gigantesco marlín.
Como aquella Odisea que escandió el griego, ésta es una apología de la
inexpugnable voluntad del hombre. Hemingway escribe: El hombre no está hecho para la derrota. Un hombre puede ser destruido,
mas no derrotado.
Por otro lado, el mar es impredecible. El mar
ofuscó a Ulises, del mar emergió el toro que sedujo a Pasífae, el mar engendró
a Afrodita, Ícaro pereció en el mar, el mar condujo a fieros bajeles vikingos a
la barbarie, el mar fue el sendero de la ballena blanca que destruyó a Ahab, el
antiguo marinero infamó y asesino al albatros con el mar como testigo, Jesús
posó sus pasos sobre el mar, el mar veló el sueño de cierto pirata romántico,
el inconmensurable mar alberga al enemigo de las almas: el Leviatán. Thor
Heyerdahl sostuvo que nativos sudamericanos cruzaron el mar en balsas
rudimentarias para poblar la Polinesia.
En Kon-Tiki, un editor americano refuta los
trabajos de Thor; le dice que mientras no se demuestre aquella empresa
imposible sus trabajos y sus investigaciones carecen de todo sustento. A veces
la voluntad precisa un aliciente; Thor lo encuentra en las palabras del editor.
Este es el poético principio de la expedición que lleva el nombre del dios inca
del sol: Kon-Tiki, y del film que volcó, el año pasado, nuestra atención hacia
Noruega.
Un ingeniero venderefrigeradores, un etnógrafo,
un veterano de guerra y un experto en radiofonía, figuran entre los tripulantes
de la inerme balsa que ha de llevar a Thor del Perú a la Polinesia. A lo largo
de cien días surcarán el infatigable mar, sortearán a hambrientos tiburones y a
curiosos leviatanes, contemplarán infinitas estrellas y luminiscentes
invertebrados, combatirán el hastío con
libros y, en sus ratos libres, filmarán su arriesgada aventura.
Los
directores Joachim Rønning y Espen Sandberg
han maquinado un film inteligente. Optaron por la estética de la cinematografía
de Hollywood para acercar al público norteamericano; esto de ningún modo mitiga
la calidad o la profundidad del film. Un aspecto fundamental de la película es
el casi prodigioso manejo de la tensión. También la maravillosa interpretación
de los actores.
Es
un film que mantiene, según la expresión popular, al filo de la butaca.
El mar es inescrutable y mágico. Kon-Tiki
apenas nos aproxima a las vicisitudes que pudo haber experimentado la
tripulación al promediar el siglo XX. El documental existe: ganó el Oscar en 1951.
Este film es una sublimación y es una extensión del documental, que no adolece
de situaciones imaginarias y de rasgos ficticios. (Que bien pudieron haber
sucedido.)
El maltrecho Santiago regresa a la costa con
el bote maltratado: la osamenta del marlín aún sigue atada a la borda. Los
tiburones han devorado casi toda su carne. Santiago entra en su choza y se
tiende en el catre con los brazos en cruz. Perdió contra los tiburones la
preciada carne del pez, pero derrocó su mala racha: ha logrado pescar algo. Thor
pisa tierra firme: todas sus especulaciones han quedado demostradas, sin
embargo, ha perdido a su esposa y acaso también a sus hijos.
Toda victoria implica, de algún modo, una
derrota.
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