Sobran motivos para rememorar las glorias de
Tarkovski. Un motivo inmediato (tal vez obvio) es la filmografía de Sokúrov.
Éste es discípulo y es heredero de aquél.
Goethe fue para la lengua alemana lo que fue Cervantes para la española:
un delineador del lenguaje. El Fausto
es, sin duda, su obra más elevada. El influjo monumental de este trabajo permea
el vasto caudal lexicológico de los alemanes.
A mediados del siglo XIX, Carlyle observó que
El libro de Job (volumen décimo octavo
del Antiguo Testamento) es un libro aparte, un libro de libros, un ápice de la
literatura. Goethe, maestro de las disyuntivas, retomó el argumento de Job y lo reeditó (ésta es una conjugación
traslaticia que nada tiene que ver con el plagio), propiciando el Fausto que hoy admiramos.
Mefistófeles contamina y corrompe al hombre favorito de Dios: Fausto, quien
-y lo sabemos harto bien- está versado en las cuatro doctrinas fundamentales de
su época: la Filosofía, la Jurisprudencia, la Medicina y la Teología. (Todo
cuanto se podía estudiar en aquel oscuro siglo.) Si bien Fausto es un hombre
sabio, lo que lo posee y lo espolea es una infinita avidez de conocimiento;
conocimiento que acaso presiente imposible. No hay que perder de vista que esta
avidez, esta ansiedad, es el talón de Aquiles del que se prende el aciago
Mefistófeles. Quien se encargará, posteriormente, de exigir la usura.
Hasta aquí, he recaudado una ínfima
introducción de la obra de Goethe. Ahora hablemos, al menos brevemente, de la
composición de Sokúrov. Faust es la
culminación de una tetralogía sobre el poder. Pero de modo contrario a los tres
films precedentes, Faust opera en un
tenor asaz disímil. En los films anteriores se adjudica la obtención del poder
al sometimiento corpóreo (necesito el énfasis para justificar mi idea); en éste,
al subyugo espiritual. Recordemos que Fausto rubrica con sangre un documento en
el que vende su alma a Mefistófeles a cambio del poder, de un poder que se
traduce en conocimiento.
Hay demasiadas adaptaciones (algunas grandiosas) de la obra capital de
Goethe; casi todas literales o mutiladas. En Sokúrov nada es fácil (a priori, adaptar el Fausto no es fácil). Uno de los mayores
atributos de Faust es su complejidad;
una complejidad poética que igual entrevera fotogramas admirablemente nítidos
con espejos difusos e inclinados, igual tonos terriblemente fríos con secuencias
en las que se irradia luz y belleza. Uno tiene la impresión de estar en un
sueño. (Que yo sepa -y para mencionar una cinta de nuestros días-, Post Tenebras Lux de Carlos Reygadas maquina
un efecto parecido.)
En narrativa siempre se habla de licencias literarias. Esas licencias
trabajan, asimismo, para la cinematografía. Sokúrov infiere algunas variaciones
al argumento de la obra de Goethe; v. g., en el film Mefistófeles toma la piel
de un grotesco y deforme usurero.
Frecuentemente alabo los detalles; Sokúrov los prodiga. Para no mitigar
la exultación del espectador que gusta de inspeccionarlos, sólo atenderé a uno
que me dejó abrumado: el entorpecimiento que produce un hombre sobre otros hombres.
Durante el decurso del metraje Fausto se ve obstaculizado, y aun impedido, por
sus congéneres. Como si el hombre fuera el óbice ineludible del que está a su
lado. No sin simbolismo observamos a Fausto chocar y apretujarse con diversas y
desconocidas personas.
Fausto conoció el deseo y acaso el amor, que
está vedado a los mortales. Aceptó el hielo de las montañas y desobedeció a
Mefisto.
[Prefiero pertenecer al gremio de los atormentados y condenar mi alma si
a cambio de ello conozco el imposible amor.]
Genial ya es una palabra desgastada. El ruso
Aleksandr Sokúrov precisa una nueva y radical palabra, una que acaso las futuras
generaciones definirán.
Nota: Para distinguir la obra literaria de la
obra cinematográfica he utilizado Fausto
y Faust respectivamente.
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