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jueves, 18 de abril de 2013

Faust (2011)

Sobran motivos para rememorar las glorias de Tarkovski. Un motivo inmediato (tal vez obvio) es la filmografía de Sokúrov. Éste es discípulo y es heredero de aquél.
      Goethe fue para la lengua alemana lo que fue Cervantes para la española: un delineador del lenguaje. El Fausto es, sin duda, su obra más elevada. El influjo monumental de este trabajo permea el vasto caudal lexicológico de los alemanes.

A mediados del siglo XIX, Carlyle observó que El libro de Job (volumen décimo octavo del Antiguo Testamento) es un libro aparte, un libro de libros, un ápice de la literatura. Goethe, maestro de las disyuntivas, retomó el argumento de Job y lo reeditó (ésta es una conjugación traslaticia que nada tiene que ver con el plagio), propiciando el Fausto que hoy admiramos.
    Mefistófeles contamina y corrompe al hombre favorito de Dios: Fausto, quien -y lo sabemos harto bien- está versado en las cuatro doctrinas fundamentales de su época: la Filosofía, la Jurisprudencia, la Medicina y la Teología. (Todo cuanto se podía estudiar en aquel oscuro siglo.) Si bien Fausto es un hombre sabio, lo que lo posee y lo espolea es una infinita avidez de conocimiento; conocimiento que acaso presiente imposible. No hay que perder de vista que esta avidez, esta ansiedad, es el talón de Aquiles del que se prende el aciago Mefistófeles. Quien se encargará, posteriormente, de exigir la usura.

Hasta aquí, he recaudado una ínfima introducción de la obra de Goethe. Ahora hablemos, al menos brevemente, de la composición de Sokúrov. Faust es la culminación de una tetralogía sobre el poder. Pero de modo contrario a los tres films precedentes, Faust opera en un tenor asaz disímil. En los films anteriores se adjudica la obtención del poder al sometimiento corpóreo (necesito el énfasis para justificar mi idea); en éste, al subyugo espiritual. Recordemos que Fausto rubrica con sangre un documento en el que vende su alma a Mefistófeles a cambio del poder, de un poder que se traduce en conocimiento.
      Hay demasiadas adaptaciones (algunas grandiosas) de la obra capital de Goethe; casi todas literales o mutiladas. En Sokúrov nada es fácil (a priori, adaptar el Fausto no es fácil). Uno de los mayores atributos de Faust es su complejidad; una complejidad poética que igual entrevera fotogramas admirablemente nítidos con espejos difusos e inclinados, igual tonos terriblemente fríos con secuencias en las que se irradia luz y belleza. Uno tiene la impresión de estar en un sueño. (Que yo sepa -y para mencionar una cinta de nuestros días-, Post Tenebras Lux de Carlos Reygadas maquina un efecto parecido.)
      En narrativa siempre se habla de licencias literarias. Esas licencias trabajan, asimismo, para la cinematografía. Sokúrov infiere algunas variaciones al argumento de la obra de Goethe; v. g., en el film Mefistófeles toma la piel de un grotesco y deforme usurero.
    Frecuentemente alabo los detalles; Sokúrov los prodiga. Para no mitigar la exultación del espectador que gusta de inspeccionarlos, sólo atenderé a uno que me dejó abrumado: el entorpecimiento que produce un hombre sobre otros hombres. Durante el decurso del metraje Fausto se ve obstaculizado, y aun impedido, por sus congéneres. Como si el hombre fuera el óbice ineludible del que está a su lado. No sin simbolismo observamos a Fausto chocar y apretujarse con diversas y desconocidas personas.

Fausto conoció el deseo y acaso el amor, que está vedado a los mortales. Aceptó el hielo de las montañas y desobedeció a Mefisto.
    [Prefiero pertenecer al gremio de los atormentados y condenar mi alma si a cambio de ello conozco el imposible amor.]

Genial ya es una palabra desgastada. El ruso Aleksandr Sokúrov precisa una nueva y radical palabra, una que acaso las futuras generaciones definirán.


Nota: Para distinguir la obra literaria de la obra cinematográfica he utilizado Fausto y Faust respectivamente.

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