chaque jour envie
d'être un jour en vie
non certes sans regret
un jour d'être né
BECKETT, mirlitonnades, XII
Es fama que el suicida va al infierno. ¿Pero acaso no Jesús, el último de los hombres nobles, entregó su vida por su prole o la prole de su padre? La apologética no elucida dichas cuestiones; las elude. Imaginemos o, más bien, traslademos a Jesús a nuestra época (esto supone un esfuerzo de imaginación considerable); ignoremos su niñez y su juventud perdidas, viajemos al instante en que lo capturan (se entrega). Jesús, digamos, es líder de una pandilla socio-comunista (pacifista) de trece miembros. Judas, el más audaz de sus seguidores, delata su escondite en un arrabal en las afueras de una ciudad cual sea. Pagan a Judas unos cuantos miles de dólares y posteriormente se ahorca con un cable de luz. Esto último no tiene importancia porque si un traidor se ahorca pues... que más da. Lo relevante es lo que sigue. Jesús, aunque inocente e inofensivo, es capturado por los monstruos al servicio del capitalismo. Es una desventaja para ellos un hombre de estas proporciones (Jesús se ha vuelto algo popular entre la clase estudiantil), más vale paliar las desventajas. Someten a Jesús a un arduo interrogatorio y le torturan hasta la mutilación. No olvidemos que Jesús es hijo de Dios y que su ideal no es político sino divino. Jesús ruega por su muerte pero sus captores se obstinan en prolongar su sufrimiento. Uno de los captores propone una disyuntiva; coloca frente a él un revólver con una sola bala en el barrilete, o bien puede asesinar a uno de sus captores o bien puede suicidarse. Jesús, con la mano bañada en sangre, levanta el arma y dirige el cañón hacia su boca. Activa el percutor.
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